Friday, May 2, 2008

Animal del demonio

Las mascotas de mi infancia fueron 3: un pez que vivió hasta la longeva edad de una semana, un gato hembra (no gata, por aquello de las confusiones) y un efímero pollito que rompió el record pues chupó faros antes de llegar a casa. No, esa no es la razón por la que no tendré hijos.
Ya en la pubertad llegaron más peces, cangrejos, tortugas y no recuerdo si alguna otra fauna acuática. Salvo el gato, ninguno me generó un sentimiento mucho más profundo que la simpatía, por lo que la separación nunca fue un drama.
Hace unos nueve años, entró en mi domicilio y, he de aceptar, en mi vida “la nena”, que para futuras referencias también se le conoce como “la hija de su perra madre” o, simplemente, “perra del mal”, una mezcla de maltés y poddle cuyos ladridos alcanzan decibeles insospechados.
El lector se cuestionará por la naturaleza de estos motes, y le contestaré que no es otra que las reacciones del bienamado canino.
Reacciones nulas en su mayoría, pues pareciera notarme sólo cuando llego (con un par de volteretas), o cuando me voy, demostrando su aparente alegría por este hecho con ladridos.
La excepción a su general indiferencia se presenta cuando por algún motivo me acerco a “mi mamá”, pues el enano ser se monta en fiera y en más de una ocasión he temido por mi integridad física y la completud de mis miembros.
Hace unos años solía bromear con esto, incluso monte una rutina donde la exorcizaba pero cuando empezó a hablar como humano me convencí de que en ella había reencarnado el alma de la tía Edelmira.
A todo esto, su única palabra inteligible al menos en este idioma, es mamágr.